La marca en la pared, de virginia Wolf

La marca en la pared y otros cuentos
La marca en la pared
y otros cuentos

Autor: Virginia Woolf
Traducción: Leticia Hernando

ISBN 978-987-3808-08-1



Índice:

La marca en la pared
Una casa encantada
La mujer en el espejo
Una novela sin escribir
Objetos sólidos
Una sociedad






Una sociedad



Así es como sucedió todo. Estábamos sentadas seis o siete de nosotras un día después del té. Algunas mirábamos del otro lado de la calle la vidriera de una sombrería donde todavía la luz hacía brillar plumas escarlatas y zapatitos dorados. Otras se ocupaban perezosamente en construir pequeños castillos de azúcar en los bordes de las tazas de té. Después de un rato, hasta donde puedo recordar, nos reunimos alrededor del fuego y comenzamos como siempre a alabar a los hombres -cuán fuertes, cuán nobles, cuán brillantes, qué valientes, qué hermosos que eran-, cómo envidiábamos a aquellas que de una forma u otra se las habían ingeniado para quedar pegada a uno de ellos de por vida; cuando Poll, que no había dicho nada, estalló en lágrimas. Poll, tengo que contarlo, siempre fue rara. Por un lado su padre era un hombre extraño. Le dejó toda su fortuna en su testamento, pero con una condición: que leyera todos los libros de la Biblioteca de Londres. La consolamos lo mejor que pudimos, pero sabíamos en nuestros corazones que era en vano. Aunque nos agradaba, Poll no era ninguna belleza; dejaba los lazos de sus zapatos desatados y debió haber estado pensando, mientras alabábamos a los hombres, que ninguna nunca iba a querer casarse con ella. Finalmente se secó las lágrimas. Por un rato no pudimos entender nada de lo que decía, tan raro era para cualquier conciencia. Nos contó que, como sabíamos, pasaba la mayor parte de su tiempo en la Biblioteca de Londres, leyendo. Había comenzado, dijo, con la literatura inglesa en el piso de arriba y estaba laboriosamente siguiendo su camino al piso de abajo donde está el Times. Y ahora quedaba la mitad, o tal vez sólo un cuarto de camino, cuando ocurrió algo terrible: no podía leer más. Lo libros no son lo que pensamos. «Los libros», gritó parándose y hablando con una intensidad y desolación que nunca voy a olvidar, «son en su gran mayoría indescriptiblemente malos».
Por supuesto exclamamos que Shakespeare escribió libros, y Milton y Shelley.
—Ay, sí —nos interrumpió—. Han sido bien educadas, puedo ver. Pero no son miembros de la Biblioteca de Londres. —Y acá volvió a llorar con más fuerza. Luego, recobrándose un poco, abrió uno de los tantos de la pila de libros que siempre cargaba con ella… Desde una ventana o En el jardín, o algún nombre por el estilo, escrito por un hombre llamado Benton o Henson o algo así. Leyó las primeras páginas. Escuchamos en silencio. «Pero eso no es un libro», dijo alguien. Así que eligió otro. Esta vez era una novela histórica, pero he olvidado el nombre del escritor. Nuestra turbación aumentaba a medida que leía. Ni una palabra parecía ser verdad y el estilo en que estaba escrito era espantoso.
—¡Poesía, poesía! —gritamos con impaciencia.
¡Léenos poesía! No puedo describir la desolación que cayó sobre nosotras mientras abría un pequeño libro y articuló esa verborragia, esa tontería sentimental que contenía.
—Eso debe haber sido escrito por una mujer —argumentó alguna de nosotras. Pero no. Nos dijo que había sido escrito por un joven, uno de los poetas más renombrados de hoy día. Les dejo a ustedes que se imaginen la conmoción que fue este descubrimiento.
Entonces todas gritamos y rogamos que no nos leyera más, insistió y nos leyó extractos de las Vidas de los Lord Chancellors. Cuando terminó, Jane, la mayor y más sabia de nosotras, se paró sobre sus pies y dijo que no estaba convencida.
—¿Por qué —preguntó—, si los hombres escriben basura como esta, nuestras madres han desperdiciado su juventud en traerlos al mundo?
Nos quedamos todas calladas y en el silencio, se podía oír el llanto de la pobre Poll: «¿Por qué, por qué mi padre me enseñó a leer?»
Clorinda fue la primera en volver a su sano juicio. «Es todo nuestra culpa», dijo. «Cada una de nosotras sabe leer. Pero ninguna, excepto Poll, se ha tomado las molestias de hacerlo. Yo, por ejemplo, he dado por sentado que era el deber de la mujer pasar su juventud criando niños. Veneré a mi madre por criar diez y aún más a mi abuela por haber criado quince; era, lo confieso, mi propia ambición criar veinte. Hemos atravesado todas estas eras  pensando que los hombres eran igualmente industriosos, que sus trabajos eran igualmente meritorios. Mientras nosotras criábamos a los niños, supusimos que ellos daban a luz libros y cuadros. Nosotras hemos poblado al mundo, ellos lo han civilizado. Pero ahora que podemos leer, ¿qué nos impide juzgar los resultados? Antes que traigamos un sólo niño más al mundo, tenemos que jurar que primero vamos a descubrir cómo es el mundo.»
Así que creamos una sociedad para hacer preguntas. Una de nosotras fue a visitar a un buque de guerra, otra se escondió en el estudio de un erudito, otra fue a una reunión de hombres de negocios; mientras todas íbamos a leer libros, mirar cuadros, escuchar conciertos, mantener nuestros ojos abiertos en la calle y hacer preguntas constantemente. Éramos muy jóvenes. Pueden juzgar nuestra simpleza cuando les diga que, antes de partir esa noche, acordamos que el objetivo de la vida era producir gente buena y buenos libros. Nuestras preguntas estaban dirigidas a descubrir cuán lejos estaban estos objetivos de ser alcanzados por el hombre. Prometimos solemnemente no traer un niño más hasta que nos sintiéramos satisfechas.
Y allí fuimos, algunas al Museo Británico, otras a la Marina Real, otras a Oxford, otras a Cambridge; visitamos la Royal Academy y al Tate; escuchamos música moderna en salas de concierto, fuimos a los Tribunales de Justicia y vimos nuevas obras. Ninguna salió a cenar sin hacerle a su compañero algunas preguntas y tomar nota cuidadosamente de las respuestas. Nos reuníamos con regularidad para comparar nuestras observaciones. ¡Qué divertidas eran las reuniones! Nunca me reí tanto como cuando Rose leyó sus notas sobre el «Honor» y describió como se había vestido como un príncipe de Etiopia para subir a bordo del buque de Su Majestad. Al descubrir la broma, el Capitán la visitó (esta vez vestido de civil), reclamando que su honor debía ser satisfecho. «¿Pero cómo?», preguntó ella. «¿Cómo?», vociferó él. «¡Con el bastón por supuesto!» Viendo que él estaba a su lado, con ira, y que había llegado su momento, se inclinó y recibió, para asombro suyo, seis pequeños golpes en el trasero. «¡El honor de la Marina Británica ha sido vengado!», gritó. Cuando Rose se levantó, vio como le corría el sudor y temblaba su mano derecha. «¡Fuera!», exclamó ella, en una actitud sorprendente, imitando la ferocidad del Capitán. «¡Mi honor aún no ha sido satisfecho!» «Hablo como un caballero», insistió, y cayó en una profunda reflexión. «Si seis azotes vengan el honor de la Marina Real», meditó, «¿cuántos vengan el honor de un civil?» Dijo que prefería llevar el caso a sus superiores. Altiva, respondió ella que no podía esperar. Él apreció su sensibilidad. «Déjame ver», grito de repente, «¿tu padre tiene un carruaje o un caballo de montar?», preguntó. «Teníamos un burro que tiraba del arado». El rostro del Capitán se iluminó. «El nombre de mi madre...», agregó ella. «¡Por todos los santos, no menciones el nombre de tu madre!», chilló temblando como un álamo y ruborizándose hasta las raíces del pelo y pasaron por lo menos diez minutos hasta que ella lo pudiera convencer de seguir. Al final decretó que si ella le daba a él cuatro azotes y medio en la parte baja de la espalda, en el lugar indicado por él (el medio azote era concedido, según él, en reconocimiento de que el tío de su bisabuela fue muerto en Trafalgar), era su opinión de que así, el honor de ella quedaría intacto. Esto fue hecho; luego se retiraron a un restauran donde bebieron dos botellas de vino que él insistió en pagar y se separaron con promesas de amistad eterna.
Luego tuvimos el divertido relato de Fanny visitando los Tribunales de Justicia. En su primera visita llegó a la conclusión que o los Jueces eran de madera o estaban siendo imitados por grandes animales semejantes al hombre que habían sido entrenados para moverse con gran dignidad, murmurando e inclinando sus cabezas. Para poner a prueba su teoría, decidió liberar a un montón de moscas azules que llevaba guardadas en un pañuelo en el momento mismo del juicio, pero le fue imposible discernir si las criaturas daban señales de humanidad porque el zumbido de las moscas hizo que se quedara dormida y sólo  despertó en el momento en que los prisioneros eran conducidos a su celda. Pero por las evidencias que trajo votamos que no era justo suponer que los jueces fueran hombres.
Helen estuvo en la Royal Academy, pero cuando le pedimos su informe de los cuadros empezó a recitar de un pequeño cuaderno azul celeste: «¡Oh! el roce de una mano desvanecida y el sonido de una voz serena. A casa llegó el cazador, a casa desde las colinas. Tira de las riendas. El amor es dulce. El amor es breve. Primavera, la justa primavera, es la agradable reina del año. ¡Oh! Estar en Inglaterra ahora que es abril. Los hombres tienen que trabajar y las mujeres tienen que llorar. El sendero del deber es el camino a la gloria...» No podíamos seguir escuchando más todo este palabrerío.
—¡No queremos más poesía! —gritamos.
—¡Hijas de Inglaterra! —comenzó ella, pero la sentamos, le volcamos un vaso de agua encima en medio del altercado.
—¡Gracias a Dios! —Exclamó, sacudiéndose como un perro—. Ahora rodaré por la alfombra y veré si puedo sacudirme lo que queda de la bandera del Reino Unido. Luego tal vez... —y acá se puso a rodar enérgicamente. Levantándose comenzó a explicarnos cómo es la pintura moderna cuando Castalia la interrumpió.
—¿Cuál es la medida promedio de los cuadros? —preguntó.
—Tal vez dos pies por dos y medio —le respondió.
Castalia tomaba nota mientras Helen hablaba y, cuando hubo terminado y nosotras tratábamos de no cruzar las miradas, se levantó y dijo:
—Porque así lo quisieron, pasé la última semana en Oxbridge, disfrazada de la mujer que limpia. Así tuve acceso a los cuartos de varios profesores y ahora voy a tratar de darles sólo una idea —se quebró—. No se me ocurre como hacerlo. Es todo tan raro. Estos profesores —continuó—, viven en amplias casas construidas alrededor de una parcela de césped cada una, en una especie de celda personal. Pero tienen todas las ventajas y comodidades. Sólo tienen que apretar un botón o encender una pequeña lámpara. Sus papeles están bellamente rellenos. Los libros abundan. No hay ni niños ni animales, salvo una media docena de gatos y un viejo pájaro, un gallo. Recuerdo —aquí se quebró —, una tía mía que vivía en Dulwich y tenía cactus. Una llega al conservatorio a través del cuarto doble de dibujo y allí, entre las pipas encendidas, había docenas de ellos, feos, achaparrados, pequeñas plantas espinosas cada uno, en punto separados. Una vez cada cien años florece el aloe, eso dijo mi tía. Pero murió antes que sucediera.
Le pedimos que fuera al punto.
—Bueno —dijo resumiendo—, cuando el profesor Hobkin salió, examiné el trabajo de toda su vida: una edición de Safo. Es un libro extraño, de seis, siete pulgadas de grosor, no todo escrito por Safo. No. La mayor parte es una defensa de la castidad de Safo, que algún alemán ha negado, además les puedo asegurar la pasión con la que estos dos caballeros discutían, los estudios que desplegaban, la prodigiosa ingenuidad con la que disputaban sobre el uso de algún implemento que, a mí me parecía entre todas las cosas una hebilla de pelo; me quedé estupefacta, sobre todo cuando se abrió la puerta y entró el profesor Hobkin en persona. Un agradable caballero, viejo y blando, pero ¿qué podía saber él de la castidad?
La malinterpretamos.
—No. No —protestó, estoy segura que es el alma misma del honor; no es que el capitán de Rose no lo sea tampoco. Estaba pensando más bien en los cactus de mi tía. ¿Qué pueden saber de la castidad?
Le volvimos a pedir que no se desviara del punto: ¿ayudaban los profesores de Oxbridge a producir buena gente y buenos libros?, los objetivos de la vida.
—¡Eso! —exclamó—, Nunca se me ocurrió preguntar. Nunca me pensé que pudieran producir cualquier cosa.
—Creo —dijo Sue— que cometiste algún error. Probablemente el Profesor Hobkin era un ginecólogo. Un sabio es un tipo de hombre muy diferente. Un sabio rebosa humor e invención; tal vez sea adicto al vino, ¿qué importa?... es una compañía deliciosa, generoso, sutil, imaginativo, así como es razonable. Porque pasa su vida en compañía de los seres humanos más finos que hayan existido.
—Hum —dijo Castalia—. Tal vez mejor vuelvo y lo intento otra vez.
Algunos tres meses más tarde, sucedió que estaba sentada sola cuando entró Castalia. No sé que había en su mirada que me conmovió tanto, pero no me pude contener y, mientras atravesaba elegante el cuarto, la estreché entre mis brazos. No sólo estaba muy hermosa, parecía también estar entre los espíritus más altos. ¡Qué feliz se te ve!, exclamé mientras se sentaba.
—He estado en Oxbridge —dijo.
—¿Haciendo preguntas?
—Respondiéndolas —contestó.
—¿No habrás roto nuestro juramento? —dije con ansiedad, notando algo en su figura.
—Ah, el juramento —dijo distraída—. Voy a tener un bebé, si es a lo que te referís. No te podes imaginar —soltó—, cuán excitante, cuán hermoso, cuán satisfactorio.
 —¿Qué cosa? —pregunté.
—Re-re-responder preguntas —replicó algo turbada. Luego me contó toda su historia. Pero en el medio de un suceso que me interesaba y excitaba más que cualquier cosa que haya alguna vez escuchado, lanzó el grito más extraño, mitad hurra, mitad aullido.
—¡Castidad! ¡Castidad! ¡Dónde está mi castidad! —gritó—. ¡Ayuda! ¡Ho! El aroma de la botella.
No había nada en el cuarto más que un frasco con mostaza, que estaba por administrarle cuando recobró la compostura.
—Deberías haberlo pensado tres meses atrás —le dije con severidad.
 —Es verdad —contestó—. No tiene sentido pensarlo ahora. Fue una desgracia, dicho sea de paso, que mi madre me haya llamado Castalia.
—Oh, Castalia, tu madre… —empezaba a decir cuando agarró la mostaza.
—No, no, no —dijo sacudiendo la cabeza—. Si vos misma fueras una mujer casta, habrías gritado al verme; en vez de eso corriste por el cuarto a tomarme entre tus brazos. No, Cassandra. Ninguna de las dos somos castas.
Y así seguimos hablando.
Mientras tanto el cuarto se fue llenando, porque era el día acordado para discutir los resultados de nuestras observaciones. Cada una, creo, se sintió como yo frente a Castalia. La besaban y le decían cuan felices estaban de verla otra vez.  Entrando en detalles, cuando estuvimos todas juntas, Jane se levantó y dijo que era tiempo de comenzar. Comenzó diciendo que veníamos haciendo preguntas por cinco años y que creía que los resultados eran necesariamente inconclusos. Acá Castalia me codeo y susurró que no estaba tan segura de esto. Luego se levantó e, interrumpiendo a Jane en medio de una oración, dijo:
—Antes que continúes diciendo nada, quiero saber: ¿Puedo permanecer en el cuarto? Porque, agregó, tengo que confesar que soy una mujer impura.
Todas la miramos asombradas.
—¿Vas a tener un bebé? —preguntó Jane.
Asintió con la cabeza.
Era extraordinario ver las distintas expresiones en sus rostros. Una especie de zumbido entre dientes recorrió el cuarto, donde pude pescar las palabras: «impudica», «bebé», «Castalia», y así. Jane, que estaba considerablemente conmovida, lo expresó claramente:
—¿Tiene que irse?, ¿Es impura?
Un rugido llenó el cuarto que pudo haber sido escuchado afuera, en la calle.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡Dejémosla quedarse! ¿Impura? ¡Pavadas! Aún así imaginé que algunas de las más jóvenes, chicas de diecinueve o veinte años, se contenían como agobiadas por la timidez. Luego todas la rodeamos y empezamos a hacerle preguntas. Finalmente vi a una de las más jóvenes, que se había mantenido alejada, acerarse tímidamente y decirle:
—Entonces, ¿Qué es la castidad? Quiero decir, es buena o es mala, o no significa nada de nada?
Le contestó tan bajo que no pude comprender lo que decía.
—Saben —dijo otra—, estuve en shock por lo menos diez minutos.
—En mi opinión —dijo Poll que estaba volviéndose irascible de estar siempre leyendo en la biblioteca de Londres—, castidad no es más que ignorancia, el estado mental más indigno. Deberíamos admitir solamente a las impuras en nuestra sociedad. Voto porque Castalia sea nuestra presidente.
Esto fue discutido violentamente.
—Es injusto etiquetar a la mujer como casta o indecente —dijo Poll—. Algunas de nosotras tampoco tuvieron la oportunidad tampoco. Es más, no creo que Cassy misma sostenga que actuó como lo hizo por puro amor al conocimiento.
—Él sólo tiene 21 y es divinamente hermoso —dijo Cassy, con un gesto arrebatador.
—Propongo —dijo Helen—, que nadie pueda hablar de castidad o pureza salvo aquellos que están enamorados.
—Ah, tonterías —dijo Judith, que había estado investigando en los asuntos científicos—, no estoy enamorada y estoy deseando exponer mi punto de vista por estar con prostitutas y vírgenes fertilizadas por un Acto del Parlamento.
Siguió contándonos de un invento suyo para permanecer erguida en las estaciones del subte y otros espacios públicos, el cual, luego de pagar una pequeña tarifa, debería proteger la salud de la población, acomodar a sus hijos, liberar sus hijas. Luego había ideado un método para preservar en tubos sellados el germen del futuro Lord Chancellor o de «poetas o pintores o músicos», continuó, «supongan, es un decir, que esta forma de reproducirse no está extinta y que las mujeres desean seguir engendrando niños…»
—¡Claro que queremos engendrar niños! —gritó Castalia, impaciente. Jane golpeó la mesa.
—Ese es el punto mismo a considerar por el  que nos hemos reunido —dijo—. Por cinco años hemos tratado de encontrar si tenemos alguna justificación en continuar con la raza humana. Castalia se ha anticipado a nuestra decisión. Pero permanece para el resto de nosotras para tomar una decisión.
Entonces, una tras otra de nuestras mensajeras se levanto y entregó su informe. Las maravillas de la civilización excedían ampliamente nuestras expectativas y, mientras aprendíamos por primera vez cómo el hombre volaba por el aire, conversaba a través del espacio, penetraba en el corazón de un átomo y llenaba el universo con sus especulaciones, un murmullo de admiración brotaba de nuestros labios.
—¡Estamos orgullosa —gritamos—, que nuestras madres hayan sacrificado su juventud en causas como estas!
Castalia, que había estado escuchado atentamente, se veía más orgullosa que el resto. Luego Jane nos recordó que todavía nos faltaba mucho por aprender y Castalia nos suplicaba que nos apuremos. Seguimos a través de un embrollo de estadísticas. Aprendimos que Inglaterra tiene una población de tantos millones y que tales y tales porcentajes tienen constantemente hambre y están prisión; que el tamaño promedio de la familia de un trabajador es tal y que un gran porcentaje de mujeres muere por enfermedades derivadas del parto. Se leyeron informes de visitas a fábricas, negocios, suburbios y astilleros. Se hicieron descripciones de la Bolsa de Comercio, de una casa gigante de negocios en la City y de una Oficina de Gobierno. Las Colonias Británicas se discutieron entonces y se hizo algún reporte de nuestro rol en India, África e Irlanda. Estaba sentada junto a Castalia y me di cuenta de su desasosiego.
—Así nunca vamos a llegar a ninguna conclusión —dijo—. Mientras se pone en evidencia que la civilización es mucho más compleja de lo que pensábamos, no sería mejor que nos limitáramos a nuestra pregunta original? Acordamos que el objetivo de la vida es producir buena gente y buenos libros. Todo este tiempo hemos estado hablando de aviones, fábricas y dinero. Hablemos del hombre mismo y sus artes, porque ese es el corazón del asunto.
Entonces las comensales se adelantaron con unos papelitos largos que contenían las respuestas a sus preguntas. Habían sido delineadas después de largas deliberaciones. Un hombre bueno, convenimos, debe en todo momento ser honesto, apasionado e inocente. Pero que un hombre en particular tenga o no estas cualidades, sólo puede ser descubierto por medio de un interrogatorio, con frecuencia comenzando desde una remota distancia con respecto al centro.  ¿Es Kensingtong un lugar lindo para vivir? ¿Dónde está siendo educado tu hijo… y tu hija? Ahora, por favor, dígame ¿cuánto paga por sus cigarrillos? Por cierto, ¿es Sir Joseph un baronet o sólo un caballero? Con frecuencia parece que aprendemos más de preguntas triviales de este tipo que de otras más directas. «Acepté mi título», dijo Lord Bunkum, «porque mi esposa lo deseaba». Olvidé cuantos títulos fueron aceptados por la misma razón. «Trabajando quince horas de las veinticuatro como hago yo …» comienzan diez mil hombres profesionales.
«No, no, por supuesto que no sabés leer ni escribir. ¿Pero porqué trabajás tanto?» «Mi querida señora, con una familia que crece…» Sus esposas lo desearon también o tal vez fue el Imperio Británico. Pero más significativas que las respuestas, fueron las negativas a responder. Muy pocos quisieron responder a preguntas sobre moral y religión, y las respuestas dadas no fueron serias. Preguntas sobre el valor del dinero y el poder fueron casi invariablemente ignoradas o empujadas a un extremo riesgo de la respuesta.
—Estoy seguro —dijo Hill—, que si Sir Harley Tighboots no hubiera estado trozando el cordero cuando le pregunté por el sistema capitalista, me hubiera cortado el cuello. El único motivo por el que nos escapamos vivas es porque una y otra vez los hombres están muy hambrientos y muy caballerosos. Nos menosprecian demasiado para preocuparse por lo que decimos.
—Por supuesto que nos menosprecian —dijo Eleanor—. Al mismo tiempo, cómo explicás esto: estuve preguntando entre los artistas. Ahora, ninguna mujer ha sido nunca artista, ¿o sí, Polls?
—Jane Austen, Charlotte Bronte, George Eliot —gritó Poll, como un hombre vendiendo pasteles en la calle.
—¡Maldición con la mujer! —exclamó alguien—. ¡Qué molestia es!
—Desde Safo no ha habido una mujer de primera categoría… —empezó Eleanor, citando de un revista semanal.
—Ya es bien conocido que Safo es de alguna forma la invención lasciva del profesor Hobkin —interrumpió Ruth.
—Como sea, no hay motivo para suponer que alguna mujer haya tenido alguna vez la posibilidad de escribir o vaya a tenerla —continuó Eleonor—. Sin embargo, cuando estoy con autores, nunca paran de hablarme de sus libros. ¡Magistralmente! ¡O del mismo Shakespeare! (porque uno debe decir algo), y estoy segura me creen.
—Eso no prueba nada —dijo Jane—. Todos lo hacen. Solo que —susurró—, esto no parece ayudarnos mucho. Tal vez la próxima deberíamos examinar literatura moderna. Liz, es tu turno.
Elizabeth se levantó y dijo que para poder seguir con su investigación, tuvo que vestirse de hombre y hacerse pasar por un reportero.
—He estado leyendo nuevos libros muy frecuentemente en los últimos cinco años —dijo—. Mr Weiss es el escritor vivo más popular, luego viene Mr Arnold Bennett y después, Mr Compton Makenzie, Mr McKenna y Mr Walpole pueden ser ubicados en la misma categoría —dijo y se sentó.
—¡Pero no nos has dicho nada! —exclamamos—. O querés decir que estos señores han sobrepasado ampliamente a Jane, Elliot y que la literatura es… ¿dónde está tu informe?, ah sí, a salvo en sus manos.
—A salvo, bastante a salvo —dijo, apoyándose incómoda en un pie y en otro—. Y estoy segura que dan más de lo que reciben.
Todas estábamos seguras de eso.
—Pero —la presionamos—, ¿escriben buenos libros?
—¿Buenos libros? —dijo mirando al techo—, Deben recordar —empezó a hablar rapidísimo—, que la literatura es el espejo de la vida. Y no pueden negar que la educación es de la más alta importancia, y que sería extremadamente asombroso, si te encontraras en Brighton tarde a la noche, sin saber cuál es la mejor hostería para hospedarse, y supongan que es una tarde lluviosa de domingo… ¿no sería lindo ir al cine?
—¿Pero qué tiene eso que ver? —preguntamos.
—Nada… nada… nada de todas formas —respondió.
—Bueno, decinos la verdad —le reclamamos.
—¿La verdad? Pero no es maravillosa —se quebró—, Mr Chitré ha escrito un artículo semanal por los últimos treinta años sobre el amor o tostadas con manteca y ha enviado a su hijo a Eton…
—¡La verdad! —exigimos.
—Ah, la verdad —tartamudeó—, la verdad no tiene nada que ver con la literatura —y, sentándose, se negó a decir ninguna palabra más.
Todo esto nos pareció muy inconcluso.
—Señoras, debemos tratar de sumar los resultados—, estaba empezando Jane cuando un rumor, que veníamos escuchando de tanto en tanto a través de la ventana abierta, apagó su voz.
—¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra! ¡Declaración de guerra!—, gritaban los hombres abajo, en la calle.
Nos miramos a cada una con horror.
—¿Qué guerra? —gritamos—, ¿Qué guerra?
Demasiado tarde recordamos, que habíamos olvidado enviar a alguna a la Cámara de los Comunes. Nos la habíamos olvidado totalmente. Nos volvimos a Poll, que había llegado a las estanterías de historia en la Biblioteca de Londres y le pedimos que nos explicara.
—¿Porqué —gritamos— los hombres hacen la guerra?
—A veces por una razón, a veces por otra —respondió con calma—En 1760, por ejemplo…  —Los gritos afuera ahogaron su voz—. Otra vez en 1797… en 1804… fueron los austríacos en 1866, 1870 fue la guerra franco-prusiana… 1900 por otro lado…
—¡Pero estamos en 1914! —la cortamos.
—Ah, no sé porqué están yendo a la guerra ahora —admitió.
*
La guerra había terminado y la paz estaba en proceso de ser firmada, cuando me volví a encontrar con Castalia en el cuarto donde solíamos tener nuestras reuniones. Empezamos a pasar perezosamente las páginas del libro de actas.
—Raro —musité— ver lo que penábamos cinco años atrás.
—Acordamos —acotó Castalia, leyendo sobre mi hombro— que el objetivo de la vida es producir buena gente y buenos libros —No hicimos ningún comentario al respecto—. Un hombre honesto es en todo momento honesto, apasionado e inocente.
—¡Qué lenguaje más femenino! —observé.
¡Ay, querida! —exclamó Castalia, alejando el libro de ella—, ¡qué tontas que éramos! Fue todo culpa del padre de Poll —prosiguió—. Creo que lo hizo a propósito… ese testamento ridículo, quiero decir, obligando a Poll a leer todos los libros de la Biblioteca de Londres. Si no hubiéramos aprendido a leer —dijo con amargura—, talvez podríamos seguir criando niños en la ignorancia y esa creo, era la vida más feliz, después de todo. Sé lo que vas a decir sobre la guerra —me frenó—, y el horror de criar niños para verlos asesinados, pero nuestras madres lo hicieron, sus madres antes de ellas. Y no se quejaron. No sabían leer, pero ¿qué sentido tiene? Ayer encontré a Ann con un diario en la mano y me estaba empezando a preguntar si era ‘verdad’. Luego me pregunto si Mr Loyd George era un buen hombre, después si Mr Arnold era un buen novelista y finalmente si creía en Dios. ¿Cómo puedo hacer que mi hija crea en nada? —demandó.
—¿Seguro que podrías enseñarle que el intelecto del hombre es, y siempre va a ser, fundamentalmente superior al de las mujeres? —sugerí.
Se animó y empezó a pasar las hojas de nuestro viejo libro de actas otra vez.
—Sí —dijo—, piensa en sus descubrimientos, sus matemáticas, su ciencia, su filosofía, su escolaridad… —y entonces empezó a reirse—. Nunca me voy a olvidar del viejo Hobkin y la hebilla —dijo y siguió leyendo y riendo, y creía que estaba contenta, cuando de repente arrojó el libro y estalló: —Ay, Cassandra, ¿por qué me atormentás? ¿Acaso no sabés que nuestra creencia en el intelecto del hombre es la mayor de las mentiras?
—¿Qué? —exclamé—. Preguntale a cualquier periodista, maestro de escuela, político o guardia en la tierra y te van a decir que los hombres son mucho más inteligentes que las mujeres.
—Si tuviera dudas —dijo despectivamente—, ¿cómo podrían ayudarme? ¿No los hemos criado y alimentado y cuidado confortablemente desde el comienzo de los tiempos para que puedan ser inteligentes incluso si no son nada más? ¡Es todo logro nuestro! —gritó—. Insistimos en tener intelecto y ahora lo tenemos. Y es el intelecto —continuó—, lo que está en el fondo de todo. ¿Qué puede ser más encantador que un chico antes que haya empezado a cultivar su intelecto? Es hermoso de mirar, no se da aires de nada, entiende el sentido del arte y la literatura instintivamente, sale a disfrutar su vida y hacer que otras personas disfruten de la suya. Después le enseñan a cultivar su intelecto, se convierte en abogado, en funcionario, en general, en autor, en profesor. Todos los días va a una oficina. Todos los años publica un libro. Mantiene a toda la familia con los productos de su cerebro… ¡pobre diablo! Pronto no puede entrar en un cuarto sin hacernos sentir incómodas; condesciende a cada mujer que encuentra y se atreve a no decir la verdad incluso a su propia esposa, en vez de alegrarnos de verlo, tenemos que cerrar nuestros ojos para abrazarlo. Verdad es que se consuelan con estrellas de todo tipo, condecoraciones de todas formas e ingresos de todas las medidas… pero, ¿eso nos consuela a nosotras? ¿que dentro de diez años nos esté permitido pasar un fin de semana en Lahore? ¿o que en Japón haya un insecto con un nombre dos veces más largo que su propio cuerpo? Ah, Cassandra, por el amor de Dios, ¡que podamos diseñar un método por el cual los hombres engendren niños! Es nuestra única oportunidad. A menos que les brindemos alguna ocupación inocente no vamos a tener ni buena gente ni buenos libros. Vamos a perecer bajo los frutos de su frenética actividad y ni un ser humano va a sobrevivir para saber que en algún tiempo existió Shakespeare!
—Es demasiado tarde —respondí—. Ni siquiera podemos mantener a los hijos que tenemos.
—Y después me decís que crea en el intelecto —dijo.
Mientras hablábamos, un hombre lloraba ronco y sin fuerzas en la calle, al escuchar, oímos que el Tratado de Paz acababa de ser firmado. Las voces se alejaron. La lluvia caía  e interfirió sin dudas con la explosión apropiada de fuegos artificiales.
—Mi cocinera va a traer las Evening News —dijo Castalia—, y Ann lo va a estar deletreando con el té. Tengo que ir a casa.
—No es bueno, no es para nada bueno —dije—. Una vez que sabe leer sólo hay una cosa que le puedes enseñar a creer… y es en ella misma.
—Bueno, eso sería un cambio —suspiró Castalia.
Así que juntamos los papeles de nuestra sociedad y, aunque Ann estaba jugando feliz con su muñeca, solemnemente le dimos de regalo la pila y le dijimos que la habíamos elegido Presidente de la Sociedad del futuro… después de lo cual se echó a llorar, pobre chica.

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